El bosque parecía
silencioso. Los últimos rayos de luz que anunciaban el crepúsculo se filtraban
entre las hojas de los árboles y creaban una atmósfera irreal, casi mística.
Según el mapa que sostenía uno de los jóvenes caminantes, tan sólo quedaban
varios metros para llegar al lugar escogido para la grabación del programa: un
edificio antiguo que al parecer había sido abandonado hacía
siglos. Sin embargo, a pesar de la cercanía, el presagio de la oscuridad les
hizo acelerar el paso.
Los minutos
parecían eternos en la mente de los viajeros. Además de los problemas derivados
de la orientación, otros factores como la cercana presencia de los búhos o el
canto de algunos ortópteros les hacía permanecer alerta. Cuando finalmente
llegaron a los dominios de la equis negra, los viajeros se dieron cuenta de que
alguien ya se encontraba en el interior del edificio. La evidencia se reflejaba
en el humo; una densa columna de humo que ascendía entre las paredes blancas y
semiderruidas del inmueble, y que confluía en el vacío donde, tal vez en otro tiempo, existió
una techumbre distinguida.
En el interior, el calor
del fuego invitaba al recogimiento. Apoyado en la repisa de una amplia chimenea
adornada con algunos relieves que representaban figuras de mensajeros celestiales,
un hombre alto, de porte apuesto y con el cabello negro recogido en una coleta miraba con atención desde el otro lado de la estancia. Bienvenidos, decía su
gesto, que estaba enmarcado en una refinada perilla.
Los viajeros observaron
que la única ornamentación de aquella estancia consistía en una deteriorada
mesa de madera atestada de documentos y varios sillones de color
escarlata que se encontraban cicatrizados por el paso del tiempo; unos asientos
que conferían al ambiente una atmósfera extraña y señorial, que por mucho
que los viajeros lo intentaron no fueron capaces de comprender, ya que incluso
el cielo, que en esos momentos estaba repleto de estrellas, podía apreciarse con solo contemplar el infinito.
El caminante más joven
fijó su mirada en un documento que tenía los bordes amarillentos, lo cogió con
suavidad y leyó el contenido en un pausado susurro con la intención de
absorber hasta el último detalle del escrito: “Catorce de enero
de mil novecientos ochenta y nueve. Tres niños fallecen durante una acampada de
forma inexplicable. Según las investigaciones de la Guardia Civil, las víctimas
se dirigían a Catadau. Sin embargo, las mismas fuentes no logran entender cómo
dos de ellos han aparecido muertos en Macastre”.
Aquél párrafo era
enigmático. Aún así, gracias a la labor de documentación que habían
desarrollado durante las últimas semanas, los viajeros sabían que los niños a
los que se refería aquel pasaje eran Pilar Ruiz Barriga, Rosario Isabel Gayete
Muedra y Francisco Valeriano Flores Sánchez; tres adolescentes valencianos de
catorce y quince años que habían fallecido en extrañas circunstancias cuando se
dirigían a disfrutar del fin de semana en unas casetas abandonadas.
El hombre de la perilla
escuchaba con atención mientras inspeccionaba algunos documentos. Experto en el
mundo de los sucesos desde su etapa como reportero en uno de los semanarios más
prestigiosos de una época distinta, él mismo sabía que delante de sus ojos
tenía un compendio de datos que apenas habían sido difundidos por los medios de
comunicación durante décadas; claves importantes que, por primera vez desde
hacía muchos años, los asistentes a aquella reunión casi secreta iban a tener
la oportunidad de escuchar de primera mano.
“Mirad esto”, esgrimió con vehemencia el veterano reportero. “Aquí dice claramente que los niños no fueron
vistos por última vez el día catorce de enero, como muchos pensaban, sino un
día más tarde. Y en un lugar bastante concurrido…”.
Las agujas del reloj
continuaban ajenas su ronda habitual, pero allí, tras cada nueva revelación, la curiosidad rivalizaba con el tiempo. Había tantos detalles desconocidos que
todos los presentes coincidieron sin mediar palabra en que el amanecer tan sólo
iba a ser una mera excusa para seguir hablando. Sin embargo, una sensación de
inseguridad se adueñaba a veces del ambiente; sobre todo cuando el crepitar del
fuego estaba acompañado del murmullo de algunas criaturas que se encontraban agazapadas en la oscuridad del bosque.
Aún así, los caminantes y
el avezado reportero sabían que estaban en el lugar preciso, ya que la historia
que iban a registrar a continuación tenía diversas similitudes con las
sensaciones que ellos mismos estaban experimentando en esos momentos. Pilar,
Rosario y Francisco decidieron un día cambiar sus vidas para realizar una serie
de excursiones y el contacto con la naturaleza fue constante. Tanto es así,
que incluso sus cuerpos fueron hallados en medio de ella; abandonados, como en
los últimos meses de su corta y fugaz vida también habían estado.
“Tenemos que empezar por
el principio”, sugirió el hombre de la perilla. Conocer cómo eran los tres
niños y detenerse en el instante en el que se conocieron era fundamental para
entender el resto de la historia. Los datos estaban sobre la mesa, y la
proximidad del fuego invitaba a sumergirse de lleno en las múltiples teorías
que los investigadores habían barajado durante décadas.
¿Quiénes eran Pilar,
Rosario y Francisco? ¿Por qué decidieron aquel fatídico catorce de enero salir
de excursión lejos de sus casas? Además, también existía una incógnita que
producía una gran inquietud en todos los presentes: ¿Por qué los cuerpos habían
aparecido en un lugar donde los tres niños no habían estado nunca?
La grabadora estaba
preparada para realizar su trabajo. Instintivamente, uno de los presentes posó
su mirada en un punto inerte de la habitación, cogió el dispositivo y empezó a
hablar. Había llegado el momento de adentrarse en uno de los casos más enigmáticos y desconocidos de la Criminología española. Y entonces, la esfera comenzó a girar:
“Nos hemos reunido en un
lugar cualquiera; tal vez en una casa deshabitada cerca del bosque como los
antiguos artistas románticos del siglo XIX. Tan sólo la tenue luz del fuego nos
ilumina, mientras afuera parece que la naturaleza sigue ajena a nuestra
presencia. Él está aquí, cargado de documentos, la misma perilla y la misma
mirada curiosa de siempre; del periodista que busca, que persigue el dato
imposible... Juan Ignacio Blanco, bienvenido una vez más a La Quinta Esfera”.
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